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LUCA BELCASTRO / Libros / Diario sudamericano / Prefacio por Paolo Mottana

Diario sudamericano


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portada diario sudamericanoLuca Belcastro
Diario sudamericano
Viaje entre ritos, música y naturaleza
LIBRO y E-BOOK - en castellano
Moretti&Vitali 2012

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foto paolo mottanaPaolo Mottana

Prefacio

En las huellas del viento


Lo que ha hecho Luca Belcastro no se parece a nada. A lo sumo tiene el aroma de los sueños, esos sueños que nos visitan con los ojos abiertos pero que, justamente, bien rápido se abandonan por ser sueños. Utopías frágiles que no aguantan el balance avaro de los intereses y que pronto se descoloran en el olvido, o en la resignación.
Luca Belcastro un día se ha ido. Ido de aquí, de su casa, su mundo, sus ocupaciones, de la tierra poblada de ruido y de ruina en la cual no lograba más perdonar la pérdida del sentido. Pero no se ha ido, como la mayoría, para enderezar al mundo, inflado de la presunción de que los demás tenían necesidad de él. No salió con el dinero de algún organismo no gubernamental, con el propulsor del buen samaritano y la confianza en que el hombre occidental puede curar y reparar los agravios que se le achacan con razón. No tenía qué dar, al partir. No era el hombre del cuidado y de la ayuda, que presume alguien o algo faltante. Por el contrario. Tampoco era el antropólogo, o el periodista o el político, observador indiscreto que hurga al otro convencido de que puede y sabe hacerlo. Y, finalmente, ni siquiera era un turista, este invasor sólo aparentemente pacífico que almacena al mundo a golpes de fotografías.
Luca Belcastro sólo partió, desilusionado por el desierto de su propio mundo, sus leyes miserables, por la "competitividad" que parece el único código que caracteriza a todo tipo de transacción, y que es la personificación del dominio no contrastado por la abstracción-cambio, se alejó de las rutinas sofocantes y alienantes, en busca de otro, en una deriva libre y desconocida. El instinto, pero también el temple del que la mayoría carece, el coraje, lo han guiado hacia los países de América del Sur, hacia un lugar posible e imposible, donde las leyes de la afirmación personal y de la vanidad de una creación sometida al círculo ambición-poder podían ser atenuadas, o tal vez suprimidas. Donde "ganar a la inercia" del "pequeño mundo gris" europeo.
Este "Diario sudamericano", el segundo volumen de escritos derivados de una forma peculiar de viajar, fragmentado pero capaz de tejer una red de sugestiones fulgurantes y profundamente interrelacionadas, se convierte en un valioso testimonio sobre la complejidad de la relación entre nuestra civilización y el mundo latinoamericano, pero también entre el alma de los lugares y la de las personas, entre el arte, la educación, los sentimientos que habitan el crear y el pensar en contacto con el extraño y lo perturbador.
Una escritura quieta y reflexiva, recorrida por impulsos líricos repentinos, dictados por las sorpresas y bellezas que encuentra al viajar, pero capaz, sin quebrarse, de reunir descripciones, encuentros, preguntas personales, momentos introspectivos y profundizaciones culturales.
El cuento empieza con la imagen de un viaje, viaje aéreo, entre cielo y tierra pero también entre Europa y América. Zona de transición, limen y umbral que señala una actitud persistente, de la condición humana del errante, explorador pero también exiliado, entre deseo y nostalgia, entre voluntad resuelta de seguir y vértigos repentinos dictados por el desarraigo. Este segundo volumen, más que el primero, está atravesado por laceraciones dolorosas, también vinculadas a la reciente muerte de la madre del autor, por momentos introspectivos, por preguntas incómodas, por autoexploraciones no ciertamente indulgentes y por un sentido de oscilante desconcierto. Esto hace que la prosa, tan llena de apariciones repentinas - de naturaleza salvaje e impresionante, de encuentros apasionantes e inesperados -, como veteada constantemente por una nota reflexiva, sostenida por un bajo continuo capaz de hacer resonar los sentimientos, recuerdos, sueños y signos de un viaje hecho por lugares y colores, de una medida peculiar y melancólica.
Esto no contrasta la atención febril y documentada, el gusto por los detalles, la profundización analítica de los acontecimientos, lo que nos permite vivir casi en la presencia de los hechos, las personas, y sobre todo los escenarios naturales, que en este "Diario sudamericano" parecen adelantarse, en su magnificencia inagotable e ineludible.
La brújula del viaje - que probablemente encuentra en los compromisos, las citas de los seminarios, reuniones y conciertos relacionados con la práctica de Germina.Cciones... (iniciativa de intercambio cultural y musical que Belcastro ha creado en estos años en muchos países latinoamericanos) su más razonable pretexto -, sin embargo parece encarnarse en algo más difuso e intangible, en la figura del viento.
«Hay que interpretar la fuerza del viento que invita a seguir en una dirección precisa, inclinar el propio cuerpo para contrabalancearla, cerrar los ojos y no tener miedo de volar allá donde la propia percepción y sensibilidad indican ir».
Esta segunda relación de viaje, que se desenrolla principalmente en el lado occidental de Sudamérica, entre Chile, Argentina y Perú, en un fluctuante vaivén, parece encontrar su propio perno de gravitación, paradójicamente, en el viento. Una guía no sólo simbólica, porque el viento es una presencia constante que «requiere preparación, pero sobre todo la capacidad de dedicarle el propio tiempo». El "viandante" de este periplo inconstante rastrea en el viento una presencia persistente y en el mismo instante dinámica, capaz de manifestar el espíritu de estas tierras, de orientarlo fraternalmente. Al mismo tiempo, encomendarse al viento es realmente la forma en que Belcastro parece querer reemplazar cada lógica excesivamente calculadora, programática, para substituirle por una escucha sutil, una escucha armónica, un intento de fundir, a través de una sensibilidad extrema, al invisible y al demasiado visible que emana de estos lugares.
Y así también el lector es arrastrado por el viento de un punto a otro de la Cordillera de los Andes, desde El Calafate a Bariloche, con incursiones en lugares sagrados o en ciudades atestadas e inhabitables, deteniéndose de vez en vez estupefacto por la irrupción violenta y repentina de la belleza de una naturaleza percibida a menudo en riesgo, pero, de todas maneras, siempre impactante, ya sea el inmenso tamaño del glaciar Perito Moreno o la epifanía repentina desde hace mucho tiempo esperada en perfecta soledad de las Torres del Paine.
Y, sin embargo, en esta búsqueda de una naturaleza extranjera y esclarecedora, a socorrer más de cada otra el viajero, aparece la figura en cierto modo opuesta a la del viento, la de los árboles, de tantos árboles de este viaje "al fin del mundo".
«Como un redivivo Jerjes de handeliana memoria a la enésima potencia, los árboles son la expresión de la naturaleza que más me involucra y maravilla en este momento de mi vida. Su fuerza se junta con su gracia y belleza, emanan energía, sus raíces son nutritivas y su sedentarismo es absoluto». El árbol, un significativo contrapunto a la plástica movilidad del viento, parece ser el otro auténtico compañero de viaje de este "observador" solitario. El árbol como un símbolo de resistencia, de capacidad de estar, de arraigarse definitivamente sin ser impulsado a moverse por coacción. El árbol como hogar y crecimiento asegurado a la tierra. Y de hecho esto parece ser una de las razones de la meditación ininterrumpida de Belcastro sobre el significado del viajar, del encontrar, del experimentar: la oscilación entre la necesidad de ir más allá, de entender las cosas desde otro lugar, como para poderlas reajustar, pero al mismo tiempo también la gana de hundirse, mezclarse y estabilizarse. Como por ejemplo en las fiestas religiosas, sincréticas y complejas, a las cuales Belcastro nos conduce varias veces, en las cuales subraya el poder del lazo, de la unión y la comunidad, algo en vía de extinción en nuestro Occidente.
La contraposición entre el elemento individualista europeo y el colectivista de los pueblos sudamericanos retorna varias veces, sobre el fondo de una nostalgia por algo que también estaba "en nosotros" pero que ha desaparecido. También es algo que se capta bien en la relación que los sudamericanos tienen con la música, al menos inicialmente, al menos hasta que la arrogancia de la tradición europea no intervino para descalzar esta profunda originalidad. Una relación casi natural, que se trama incluso desde niños en el encuentro con los instrumentos nativos, con la música popular y las festividades danzantes y sonoras, cada una según su peculiar modulación, hechas de percusiones o alientos, a las cuales todos estos lugares están expuestos. Cosa bien distinta de la didáctica forzada de Occidente, con la disciplina que separa la música de la vida, con el énfasis en la complejidad y en la "fractura" en lugar de la "continuidad". Belcastro es sin embargo bien orientado para buscar un punto de equilibrio entre su "necesidad de salvaje" y el rigor necesario, la cuidadosa y difícil investigación, en las numerosas iniciativas musicales promovidas por él de un lugar a otro de esta grandísima área del mundo. Al igual es impulsado por el propósito fundamental de poner en comunicación, de generar intercambios, fecundación reciproca allí donde a veces parece imposible ponerse en contacto.
En su doble condición, en la tierra del medio, en la exposición y apertura al encuentro, Belcastro percibe la necesidad de implicación y habla de esto, sin ocultar las reticencias, los fastidios, las consideraciones también críticas hacia conductas que siente ajenas, o simplemente no fiables, retorcidas, sofocantes e irremediablemente lentas.
Y sin embargo, «Cuando uno decide comenzar a "bailar", cuando advierte la necesidad de expresarse, de crear, de sentirse vivo y pensar, tiene que encontrar la fuerza para seguir haciéndolo a pesar de las dificultades, tratando de controlar el propio impulso natural y el propio carácter, para descubrir y respetar cada vez más el propio ritmo "natural"».
Entre la intimidación a la contemplación y las súbitas inmersiones dionisíacas, el viaje de Luca Belcastro es una extraordinaria manera de conocer, reflexionar, devolver la complejidad de un mundo donde nada se deja a medias, desde las prácticas burocráticas imposibles hasta los desplazamientos tumultuosos, desde los encuentros excéntricos hasta los inquietantes y peligrosos, desde las caídas evocativas hasta los accidentes extraños en la carretera, desde las anotaciones sobre los comportamientos hasta las políticas, las filosóficas. Un diario rico, en el que los momentos de introspección, incluso oníricos, contribuyen a sumergir al lector en una experiencia plena, vívida, interrogante.
Los encuentros con los elementos, con los animales, aquí extrañamente en calidad simbólica de un águila y un toro, pero también más simplemente en la de los perros, alter egos desorientados y deseosos de protagonismo en las últimas páginas del diario, son todas señales ricas de posibles lecturas. El viaje es también, como cualquier experiencia verdadera, una larga excursión simbólica, una psicohistoria, una cerrada confrontación con el alma. Y al final, el viajero tiene la "mirada asustada y transparente" de quien se juega hasta el último, límpidamente, con las dificultades internas y externas, en una búsqueda ambiciosa y necesaria, la de encontrarse a sí mismo no en la inmovilidad del estilita, sino alojando y recorriendo el mundo. Sobre todo, la de encontrar al mundo, mudarlo y extraer su formidable energía; en el exponerse a ella, en el atrito entre el pasado y el presente, entre lo conocido y lo desconocido, en el anhélito de un futuro difícil pero no imposible.

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