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vilma tapia anayaVilma Tapia Anaya

Escucho soñar al agua

intervención en "... música y poesía" durante el "Encuentro con la música de hoy 2008" de La Paz - 13-18 de octubre de 2008


Hacia la meditación nos conducen el agua, las estrellas, el bosque.

Las cosas del mundo nos llevan a la meditación.

¿Toca el viento el fondo del mar? El viento atraviesa la vida del fondo. Y, arriba, precede a la nieve.

El cristal del agua resplandece a la hora justa. Sin embargo, el agua respira fuera del conocimiento. El agua respira, danza, sueña.

El agua duerme y su extensión es plenamente sueño. Danza y sueño inalcanzables.

Saltos, caídas, desplazamientos se repiten. Y otras figuraciones únicas resuenan.

Como en un paréntesis, un espacio es envuelto por el ala del animal, y desaparece.

Vuelve el viento. Cae, se hunde. Al fondo, se desplaza cimbreante como la cola de un pez.

El soplido fino del viento rueda y, arenoso, se interna en las concavidades del coral.

Láminas transparentes vibran, ascienden hasta encontrarse con el cielo del silencio.

La materia busca en el vacío. Una presencia se repliega en sí misma.

En esa lejana hondura, el verde es un color.

Algo quiere ser visto. Desde un centro oscuro, se proyecta un don.

Las iluminaciones se despiertan. Las iluminaciones son lo que quiere ser visto. Se incorporan, delgados tallos resplandecientes abandonan sus contornos. Abiertos ahora.


Estas, son palabras que aparecieron en la disposición para pensarme acompañada por la música. Las recibí del compositor japonés Toru Takemitsu, en su obra Escucho soñar al agua.

¿Cuándo es música la música? ¿Cuándo es poesía la poesía? ¿Es que la música se hace presente para todos, con las mismas figuraciones y en los mismos territorios?

Yo pensaba, pensé, que mi primer contacto con la poesía fue a través de la música. No la música con la que, a mis tres años, plañidera, cantaba a un amor ausente con la frente apoyada en uno de los ventanales del departamento de la Av. Villazón; no la música de las rondas infantiles de los discos de vinilo pequeñitos; no la música de la abuela, tangos y boleros que me parecían atroces, ni música de la tía abuela: Strangers in the Night, de Frank Sinatra, un disco con el que ella cantaba y bailaba en la sala de estar y a mí me dolía la cara de un rubor insoportable.

Mi primera música fueron las danzas rusas de los discos que mi padre trajo de su viaje a la por entonces Unión Soviética. Ahora me entero que fue a mediados del año sesenta y siete, cuando yo tenía seis años. Las danzas rusas fueron mi música, mi música poética. Cuando las escuchaba, algo de mí me desbordaba y alcanzaba lugares misteriosos. El violín me levantaba muy alto, con él me deslizaba por unas dilatadas líneas de viento y sentía un tibio temblor en el vientre, adentro, debajo de la piel, en el cuerpo. Esta, una emoción desconocida hasta entonces, se generaba al escuchar los cantos de la vida humana expandida y fértil.

De otro viaje, mi padre llegó con dos cajas de cartón, una azul y la otra blanca. La blanca contenía todas, las nueve sinfonías de Beethoven y la azul, una selección maravillosa de varios compositores. Yo asumí una especial predilección por la caja blanca, quizá para resarcirme de algo que me sucedió meses antes, en la vacación en Cochabamba. Mi abuelo materno, de una familia en la que todos los hermanos tenían dotes especiales para la música, nos recogió a mi hermana segunda y a mí para dar un paseo por el campo. Me imagino que era una radio la que escuchábamos en su vehículo, principiaba la Quinta Sinfonía de Beethoven. Nos preguntó de qué se trataba. Mi hermana abrió sus ojos más grandes de lo que son. Yo balbuceé: es la música del terror. El abuelo, desconcertado y severo, me corrigió: es Beethoven.

Los demás discos que había en casa, más chicos que los long play y mucho más duros, me fueron invisibles hasta esos años, no sé si porque antes era muy pequeña o porque era imposible dejar de maravillarse frente a un long play. Ni siquiera recuerdo mi relación con los discos antes de esas apariciones, cobraron importancia con los viajes del papá.

De las nueve sinfonías de Beethoven, las que eran mi obsesión, esa obsesión musical que hace que se vuelva a algo una y otra vez durante muchos días de muchos meses, eran la Sexta y la Novena. De la otra colección mis obsesiones eran el Moldau de los poemas sinfónicos de Smetana y Sherezada de Rimsky Korsakoff. Con esa música supe que nos son posibles los juegos de evasión, de disolución, de trascendencia. Esos años la música me develó un secreto que, aún manifestado, no perdió su condición.

Recibí lecciones de piano a mis seis y, después, a mis trece años. Según la profesora, que fue la misma en ambas ocasiones, tenía una buena disposición para la interpretación; pero, a mí, las lecciones me eran sumamente frustrantes, avanzaba lentamente y no tocaba como pensaba que debía tocarse el piano. No tuve la paciencia requerida ni mis padres tuvieron la rigurosidad que se necesita para educar en la disciplina musical. Dejé mis clases cuando quise y la historia cambió de rumbo. La profesora de piano y mi mamá fundaron, junto a otras mujeres, el Movimiento Andino Cultural, una comunidad que buscaba compartir intereses por el arte y por la cultura. Con ellas visité a otras mujeres, grandes, inteligentes todas, y la cosa se armó. Les pareció gracioso abrir su primera reunión conmigo. Me encomendaron hacer un trabajo y yo hice mi primer ensayo: Beethoven y la Novena Sinfonía. Ese paso me llevó a un mundo en el que me sentí con mayores posibilidades para hacer algo completo; no se trataba de teoría musical, por supuesto, era, como ahora, mera escritura.

Nunca reflexioné sobre ese hecho sino hasta más tarde. Era un concierto de piano en el Teatro Achá de Cochabamba, la pianista era una extranjera, no recuerdo su nombre, ni el programa. Su interpretación fue un acontecimiento para mí, podía percibir en ella una inusual entrega. Se desvanecía y al desvanecerse lograba que la música, con todo su esplendor, tomara su lugar. Sus brazos se movían enérgicos y lánguidos, se hacían translúcidos. En algún punto de su interpretación, emanaba una luz extraña que la cubrió por entero, hasta hacerla invisible, comprendí que esa luz extraña era el cuerpo de la música. Esa noche me pesó mi falta de constancia.

En el ciclo "Miradas dentro y fuera", de mi libro Del deseo y de la rosa, hay una declaración:


Música
la recibo
con los ojos cerrados
el sueño llega
y detrás de él
la muerte.


Reconozco esa disposición, joven, hacia la evasión. Mis momentos con la música eran momentos de fuga, de no estar ya asediada por las cosas del mundo ni tampoco encerrada en mí misma. Eran momentos para morirme por un rato.

Mucho después de esos encuentros con la música clásica, seguramente después de mis catorce años, porque mis catorce años fueron tomados por las resonancias entre Hesse y Mozart, encontré la música rock. Era una solitaria, escuchaba la radio y no sabía qué era qué. No me comunicaba, ni tenía quien pudiera guiarme en ese mundo. Una tarde entera esperé que pasaran una canción que me gustó antes. Debía entender lo que diría el conductor del programa para poder hacerme de mi primer elepé de rock: Sweet child in time, de Deep Purple.

Ahora, la vida está muy ruidosa, rara vez puedo abandonarme a momentos de quietud en los que sólo esté la música. Escucho música mientras hago algo más. No mientras escribo. Cada vez, con mayor claridad, encuentro en la música una elocuencia difícil de desatender. Para escribir, necesito silencio.

Al anochecer de un día en el que, mañana y tarde, había realizado una excursión por el Nilo, compré un casete en un mercado de El Cairo. Se trataba de canciones modernas, que mantenían el delirante espíritu árabe.


Río grande
tu nombre es blanco y es azul
tendido turbante


me envuelven melodías animadas en mi ombligo


danzas
rayos de luna
tu hechizo.


Algo más hice en Egipto, frente a la Esfinge, busqué una piedra pequeña que tuviera una forma piramidal. Estaba con mis hermanas, las tres hallamos la piedrita justa y, sentadas una al lado de la otra, frente a la Esfinge, la apretamos con fuerza en la mano izquierda para que nuestro corazón se abriera al cielo.

¿Hay música en el repicar de las campanas?

Antes que embarcarnos en líneas de fuga, el repicar de las campanas nos acerca lo que está más allá. Trae hacia nosotros. Aproxima hacia nosotros las lejanías. Esa es una alta posibilidad de la música, es su capacidad de función. En la forma de las campanas, en el metal, que es su materia, se libera una revelación. Hay un poema breve en Luciérnagas del fondo.


Las campanadas
me traen
tus oraciones

(De Luciérnagas del fondo)


Una de las canciones más preciosas para mí es "Green Sleeves". Encuentro un texto mío inspirado en la versión de Loreena McKennit. "Debiste permanecer en tu jardín" es el ciclo del libro Oh estaciones, oh castillos, en el que se manifiesta la nostalgia por momentos de experiencia antiguos y distantes que constituyen esta vasta y recurrente experiencia sobre la tierra.


Dónde perdí mis atardeceres rojos
mi horizonte de agua.

Dónde dejé mis cantos
mi voz alta.

Atrás, atrás:

mis dulces montañas reverdecidas
mis manos duras y callosas
mi cuerpo sudado
mi adhesión a la vida.

(Del ciclo Debiste permanecer en tu jardín. De Oh estaciones, oh castillos)


"En el lugar citado", del libro La fiesta de mi boda, se reúnen instantes de contemplación del escenario del destino, de la sede para que la experiencia del presente como la realización del sí mismo, se manifieste. Con seguridad, todos los que alguna vez escuchamos al grupo Khonlaya fuimos fascinados por esa música que convoca a los cantos escondidos en los pliegues de esta tierra:


de la raíz la sangre y la bandera
lo cantable

vibran las cuerdas
en la matriz
del viento
fieles convocan
torrenciales caderas
de piedra

(Del ciclo En el lugar citado. La fiesta de mi boda)


Y hay un poema más. Me lo dictó el disco ...germinación y canto de Luca Belcastro. Conocí a Luca el año pasado, en Cochabamba. Lo vi pocas veces, pero, me parecía haber encontrado a un hermano más del tejido de fraternidades y sorelidades que cobija la vida. No era su trabajo musical, todavía. Era que, imagino, como yo, es vegetariano y, absolutamente consecuente, no usa cuero. Luca no participa de la cadena de daños cometidos en contra de los animales. Escuché que decía: de lo que se trata es de hacerse a un lado. Si todavía, en una marcha inconciente, no se escucha el centro de la naturaleza ni los corazones de los seres vivos que la constituyen, lo que nos toca, es hacernos a un lado... y permitir -era lo que en verdad estaba diciendo-, que todo cobre estatura, ondulación, fragancia, que todo sea delirio, germinación y canto. Le pedí que me introdujera a su música; abrió su mochila y me obsequió el disco ...germinación y canto. Hallo, abriéndome no más a esa otra belleza, sin saber, que es música de una alta complejidad estructural y, a la vez, evanescente, como la respiración de la naturaleza y de las cosas. Mientras escuchaba el disco, mi mente recogía imágenes diversas, que fluían reconfigurándose incesantemente. Cuando revisé los textos literarios y filosóficos con los que Luca había trabajado, el poema "Oda a la flor azul", que fluye al interior de la pieza "Caminando hacia el mar", me detuvo. Leí el poema, escuché la pieza, volví al poema, volví a la pieza, y se me dio un hilo de luces. Regresé al momento en que el hombre poeta, Pablo Neruda, halló una flor azul/ nacida en la durísima pradera y preguntó ¿De dónde, de qué fondo/ tu rayo azul extraes?...y la miró? como si el mar viviera/ en una sola gota...de indómita pureza.

Después de presenciar ese momento presencié el momento en que el hombre músico, Luca Belcastro, tuvo entre sus manos el rayo azul de la flor azul de Neruda. Entonces, volví a un tema que se había instalado en mí esos días. El poema "Matinal II" es el segundo de una serie de poemas que piensan el momento primigenio del hombre sobre la tierra desde un pensamiento que buscó, por unos días y unas cuantas noches, hacerse místico y judío. Con toda la torpeza e ignorancia de un movimiento de tal osadía, pero, con toda la disposición para poder preguntar desde ese lugar. "De la alianza" es el primer ciclo de un conjunto de poemas dedicados a Marc Chagall. La palabra palacio, en ese poema, es símbolo de hombre, de ser humano y está dedicado a Luca Belcastro.


Matinal I

Mira
a
los ojos

los ojos lo miran

un hilo
hilvana
ojos con ojos

abiertos párpados
titubeantes párpados

segmentados círculos del tiempo

el árbol
florece frutece
entre sus dedos
no del todo
desnudos

una alianza lucen

¿el peligro argénteo?

como en piedra
tallada en la mejilla
la madre
muge



Matinal II
                    para Luca Belcastro

Un palacio

            tierra de la tierra

recibe toda la Luz

y en su esplendor

tiembla

como la flor

de ínfima estatura



Matinal III

Sobre su cuerpo
sobre las cicatrices de su cuerpo
pudiste aun
quemaste
sus primeros
velos

La seda ardió
en hermosura

hasta las más finas hebras
espléndidas
fulguraban

Su desnudez pronto devino
indigencia
el vértigo de su estatismo
quietud

En tu hálito
se estaba


Aquí termino, mi agradecimiento a todos ustedes y, especialmente, a Luca Belcastro, quien ha hecho posible este encuentro.


Los poemas son parte del libro:
El agua más cercana, Editorial Gente Común, La Paz, 2008